Alejandra nació en Avellaneda, Argentina, en 1936, pero no nació como Alejandra. Su nombre era Flora. Su verdadero yo estaba en esas letras que años después firmarían versos con el apellido de su familia ucraniana y con el seudónimo de Alejandra Pizarnik.
A pesar de la brillantez de su mente, esta escritora estuvo marcada por una profunda insatisfacción con el mundo. Su relación con la familia fue complicada; y esto jugó un papel importante en su vida y obra, en concreto la relación con su madre, un vínculo descrito como el de una hija que no lograba cumplir con las expectativas maternas.

¿Cómo era Pizarnik? Desde pequeña sintió que el mundo era un lugar hostil y que las palabras la rescataban, pero también la condenaban. Se sentía diferente. No como algo extraordinario, sino como algo roto. Tartamudeaba, tenía sobrepeso y su madre la comparaba con su hermana, más “perfecta”, más “normal”. Alejandra se refugiaba en los libros, en la poesía, en el deseo de convertirse en otra. Su ansiedad la hacía morderse las uñas hasta la sangre. Sus pensamientos, esos que después llenarían páginas de angustia y belleza, la asfixiaban a veces.
Alejandra Pizarnik, además de ser una poeta de la soledad y el dolor, fue una mujer que vivió entre la búsqueda de sí misma y la lucha constante contra sus demonios internos. Siempre persiguiendo su reflejo en los espejos, tratando de descifrarse. Desde joven, experimentó lo que describiría como una separación entre lo que el mundo veía de ella y lo que ella sentía ser: una ruptura que se traduce en sus escritos como una constante de vacíos, angustia existencial y una intensidad casi desesperada por entender la naturaleza humana.
Su lenguaje no era simple. No era un medio de expresión, era una forma de resistencia ante la vida misma. Cada poema era una batalla en la que ella intentaba encontrar un refugio, una salida o, al menos, una forma de convivir con su tormento interno. La belleza de sus versos está precisamente en cómo logran captar la fragilidad humana con una sinceridad absoluta.
A través de sus escritos habla de aquellos que se sienten perdidos, aquellos que no encuentran en la sociedad un lugar que los contenga. Su obra es como refugio para los que sienten el peso del mundo. Su legado es un recordatorio de la complejidad de la vida, de la necesidad de las palabras para nombrar el caos y de la posibilidad de crear belleza, incluso en el desierto.
Uno de los elementos recurrentes en su obra es el concepto del vacío y la noche como metáforas de la existencia. En sus versos, el silencio y la ausencia se convierten en protagonistas. El tema de la muerte también aparece continuamente, de manera casi obsesiva, pero no como una huida, sino como una confrontación con ella, una búsqueda de significado.
¿Cuáles son sus textos más emblemáticos? Entre ellos se encuentran La carne de la noche, Los trabajos y las noches, y La condesa sangrienta, un libro que además de poesía, es una obra en prosa poética y ensayo que aborda las obsesiones por la violencia y la muerte, en una reflexión que parece fundirse entre la ficción y la biografía.
Cuando llegó a la universidad en Buenos Aires, intentó adaptarse, pero la vida académica la abrumaba. Lo que realmente le importaba era escribir. Fue entonces cuando encontró un refugio en las tertulias literarias, en la amistad con escritores como Olga Orozco o Silvina Ocampo, en el humo de los cigarrillos y las madrugadas de insomnio.
París fue un escape y un reencuentro. Allí estudió, leyó a Breton, a Artaud, a los surrealistas, pero también se hundió más en su propia sombra. La depresión la acompañaba como un amante silencioso. Escribió con furia, con miedo, con una necesidad casi física de poner en palabras lo que la desgarraba por dentro.
Volvió a Buenos Aires con su soledad intacta. Publicó libros que hoy son imprescindibles, como Los trabajos y las noches y Extracción de la piedra de locura. Su poesía era una especie de conjuro, una búsqueda de sí misma en un mundo que no la entendía. Pero la tristeza seguía ahí, persistente.
El 25 de septiembre de 1972, Alejandra tomó una decisión final. Había intentado encontrar la luz, pero la noche la reclamaba. Alejandra fue y es la voz de quienes sienten demasiado, de quienes conocen el abismo y siguen buscando las palabras para nombrarlo. Porque su poesía no muere.
Su influencia en la poesía latinoamericana es profunda, a pesar de que su obra no fue reconocida en su plenitud en vida. En relación a algunos de sus escritos, La última inocencia, El deseo de la palabra, y El infierno musical, textos que permiten ver la evolución de su pensamiento, y ese pensar marcado por la necesidad de crear un lenguaje nuevo, que pudiera transmitir la realidad interna que, como ella misma decía, “no tiene forma”.
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Lola Maestra
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